NOTA INFORMATIVA: Bretaña francesa se visita en el viaje especial de Semana Santa 2015, con salida de Santander. Es uno de los viajes turístico-culturales organizados por Viajes Altamira, dentro de los programados por su Cincuenta Aniversario.
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Acantilados, bosques
encantados, menhires y canales navegables en una tierra donde naturaleza y mano
del hombre conviven en armonía
Texto; Carmen Cespedosa – Apartándose de las rutas
convencionales, pero a corta distancia de nuestro país, pueden encontrarse paraísos
naturales, espectaculares monumentos, templos del buen comer y beber. Bretaña,
la punta más occidental de Francia, allí donde también hay un Finisterre,
muestra un mundo de contrastes y armonías que conviven a la perfección y
asombran al visitante.
Un buen comienzo
Podría iniciarse el
recorrido de Bretaña evocando sus ciudades de arte e historia, descubriendo los
palacios y casas señoriales que crecieron en la época de mayor esplendor,
gracias a la madera para barcos o el comercio de las velas. Podría comenzarse
atendiendo a su naturaleza y paisaje, con impresionantes acantilados, bosques
misteriosos, canales navegables, vías verdes… También podría apelarse a su “art
de vivre”, a los placeres de distinto tipo que ofrece al cuerpo: centros de
talasoterapia y spas, ostras y mantequilla salada, sidra y magníficos vinos…
Pero otra forma de
comenzar es aludiendo a su historia.
No es, exactamente, un
lugar turístico, pero tal vez la primera visita que hay que hacer antes de
penetrar en el mundo cambiante y sorprendente de Bretaña, sea Carnac. Frente a
este monumento prehistórico que hoy como ayer sigue despertando teorías y
apuestas sobre su razón de existir, la mente se prepara para lo que luego debe
venir.
Se ha dicho que era un
observatorio astronómico, un centro de ritos funerarios, un raro reloj solar,
pero nadie ha encontrado la respuesta exacta a esos 1.099 menhires,
perfectamente repartidos en once hileras de más de un kilómetro. La penúltima
teoría indica que se trataba de una especie de lugar místico para hombres de
mar.
Nada hay de extraño en
ello porque en Carnac, como en toda
la región de Morbihan en que se encuentra y en toda Bretaña, el mar es el gran
protagonista. En el recorrido por esta zona se le ve, se le huele, se le siente
en cada instante. A veces en forma de forma de suave y rítmico oleaje y otras
veces con desatada furia, violento, salvaje.
Muy cerca de Carnac está Quimberón, en la punta de una península
que nunca pasa de unos cientos de metros de ancho y que, a veces, cuando sube
la marea, parece desaparecer uniendo los dos mares. A un lado de esta península
se agrupan los puertos donde los barcos buscan refugio del potente mar que, al
otro lado, se muestra en todo su esplendor. Es la llamada Costa Salvaje, un
lugar de extraordinaria belleza en el que se suceden los islotes, arcos de
piedra y acantilados que son esculpidos día a día con increíble fuerza por el
mar.
Incluso en los días
serenos está terminantemente prohibido bañarse en sus solitarias playas.
Nombres como el Pasaje del Miedo, la Bahía de los Muertos o el Infierno de
Plogoff definen algunos de sus accidentes geográficos y la impresión que, desde
siempre, han causado en las gentes.
Castillo típico de Bretaña |
Mar medicinal
Pero es mismo mar que
estremece, que asusta, que mata, se convierte un poco más allá en fuente de
salud. Toda la zona está llena de centros de talasoterapia, uno de los mejores
tratamientos contra el estrés, las enfermedades de los huesos y las
circulatorias, pero también eficaz en las terapias antitabaco, las curas
después de la maternidad y los cuidados de la piel. Cada año acuden miles de viajeros
de distintos lugares de Europa a los centros de talasoterapia de Bretaña.
Buscan salud, claro, pero también un estilo de vida que conviene a todos:
tranquilidad, buenas comidas, lectura, reposo, sol…
Una preciosa leyenda
cuenta que las hadas encantadas del cercano bosque de Brocéliande derramaron
tantas lágrimas que formaron el golfo de Morbihan. Las coronas de flores que
arrojaron sobre sus aguas formaron cientos de pequeños islotes y algunos de los
pétalos, que se alejaron mar adentro, dieron lugar al rosario de islas que
bordean la costa de Bretaña, que reciben el nombre genérico de islas de
Poniente.
Al viajero que se quedó
extasiado frente a los menhires de Carnac no le cuesta nada aceptar esta
explicación. Aceptaría también cualquier otra, porque todo parece posible en
estas tierras. Tierras de contrastes, donde los castillos medievales conviven
con la “nouvelle cuisine”, las veloces autopistas con recorridos para
bicicletas o pausados paseos en barco y las suaves campiñas con costas salvajes
y ríos caudalosos.
En la costa norte
El norte de Bretaña
difiere bastante de la costa sur. Aquí la fuerza del Atlántico se muestra en
todo su poderío y ha tallado relieves y formas que crean imágenes
fantasmagóricas. Un buen ejemplo es la llamada costa de granito rosa, con
imponentes concreciones de piedra esculpidas por el mar y el viento que ofrecen
al visitante una visión casi irreal. El color rosa, a veces rojo, es
excepcional. Está compuesto por cristal de feldespato, cuarzo y mica, aunque
ese tono singular lo aporta el hierro. Es un paraje natural de excepcional
belleza. Se estima que se formaron hace 300 millones de años y se extienden a
lo largo de más de 25 hectáreas. Han sido clasificados patrimonio nacional
francés y son propiedad del Conservatorio del Litoral. Los acantilados reciben
cada año más de un millón de visitantes y, sin duda, es una etapa
imprescindible de Bretaña. El sendero de los aduaneros es el camino ideal para
descubrir la punta de Ploumanac’h y sus impresionantes bloques esculpidos por
la naturaleza. Con la puesta de sol, el granito rosa adquiere un colorido
anaranjado que deja boquiabierto hasta al menos sensible.
Aunque no faltan los
espectáculos sorprendentes en esta parte de Bretaña. Entre ellos, sin duda, la
bahía del Mont Saint-Michel donde
las arenas, la vegetación, el mar y el cielo comparten el horizonte. La luz
juega con los elementos en un paisaje mutante donde se reflejan el Monte
Saint-Michel y las alineaciones de mejillones bouchots. Según cuentan los
habitantes de la zona, “el río Couesnon, en su locura, emplazó el Mont
Saint-Michel en Normandía”, pero eso no impide que la bahía esté en Bretaña.
Este lugar excepcional se halla en la puerta norte de la región y ha sido
clasificado patrimonio mundial de la humanidad por la Unesco. Varios fenómenos
admirables han quedado reconocidos así: un paisaje marítimo excepcional, mareas
que baten el record de Francia con 14 metros de amplitud, alineaciones de
mejillones y mariscos y una joya arquitectónica mítica que se refleja sobre la
inmensidad yodada.
El Mont Saint Michel, es
el tercer monumento religioso más visitado de Francia, tan solo por detrás de
Notre Dame y del Sagrado Corazón de París, y es también, sin duda, uno de los
parajes más bellos y visitados de todo el país. En esta pequeña isla unida al
continente por una carretera que en ocasiones es cubierto por las aguas cuando
sube la marea, se levanta una pequeña ciudadela medieval que conserva el mismo
aspecto que hace siglos sobre la que se eleva una impresionante abadía donde
conviven el románico y el gótico en perfecta armonía.
Cuesta trabajo alejarse de
este lugar que desprende un magnetismo especial, pero esperan nuevas sorpresas
al viajero. Casi al lado está Saint-Malo,
deseada durante siglos por los corsarios aunque supo preservar sus tesoros tras
las murallas junto a la playa y el puerto. Las fachadas y torres que emergen de
las fortificaciones confieren a la ciudad una silueta característica. Pero
nunca ha sido Saint-Malo una ciudad cerrada, antes al contrario, sus gentes han
tenido un espíritu aventurero que llevó, por ejemplo, a Jacques Cartier en el
siglo XVI a descubrir Canadá, y a numerosos barcos pesqueros que llegaron a
Terranova. Los armadores hicieron fortuna y la ciudad prosperó con bellos
edificios. Resulta difícil creer que la mayoría de ellos fueron reconstruidos
tras los bombardeos de 1944. En el siglo XVIII, los corsarios Duguay-Trouin y
Surcouf reafirmaron el prestigio de Saint-Malo, cuyo estandarte flota por
encima de la bandera francesa. Entre los bastiones de Saint-Louis y
Saint-Philippe, la vista se abre al estuario y a Dinard. Las playas se suceden
a los pies de las murallas hasta alcanzar la torre Bidouane. En el Grand Blé
hay que hacer una visita póstuma al más famoso escritor de Saint-Malo:
Chateaubriand. «Durante las horas de
reflujo, el puerto queda seco y, en las orillas este y norte del mar, se
descubre una playa de la más hermosa arena. Es posible dar la vuelta entonces a
mi nido paterno. Al lado y a lo lejos, hay diseminados peñascos, fuertes,
islotes deshabitados: el Fort-Royal, la Conchée, Cézembre y el Grand-Bé, donde
estará mi tumba», escribió.
Saint-Maló |
Forzando uno de esos
contrastes que con tanta insistencia se dan en Bretaña, vale la pena tomar un
barco en la punta de Arcouest y cruzar el brazo de mar que la separa de la isla
de Bréhat apodada “isla de las flores”. Durante todo el año, la corriente del
golfo garantiza a este lugar magnífico un microclima especial. Hay que dedicar
el día a visitar sus casas encantadoras y sus calitas salvajes, olvidándose del
coche, ya que sólo se circula en bici o a pie. Hortensias, mimosas, moreras,
eucaliptos, aloes, camelias… el apodo de esta isla no es casual. Y si hablamos
de pájaros: hay más de 120 especies censadas en la isla, entre ellos
carboneros, petirrojos, pinzones, golondrinas y zorzales.
Del agua salada a la dulce
El agua también crea
situaciones especiales en el interior. De Nantes
a Brest, de Saint-Malo a Arzal y de Lorient a Pontivy se extienden más de
600 km de canales interrumpidos por esclusas y acompañados por paisajes
naturales de gran variedad, Pequeñas ciudades con carácter y castillos
pintorescos. Siguiendo el canal, a bordo de una barcaza o de un kayak, a pie o
en bici por los caminos de tierra se puede conocer todos estos espacios verdes
protegidos que hacen las delicias de pescadores y amantes de la naturaleza.
Navegar por el canal, con
la familia y los amigos es fácil y muy agradable. No requiere ningún
conocimiento de navegación. Cualquier adulto puede alquilar un barco habitable
sin título de navegación durante un fin de semana o durante toda una semana.
También existen barcos eléctricos que se alquilan por un día.
Pero aunque en Bretaña
domina la naturaleza, hay también un rico patrimonio a veces repartido en
pequeños pueblitos. Pero sobre todo concentrado en las grandes ciudades. Vale
la pena descubrir el triángulo auténtico y audaz con Angers, famosa por su
suavidad de vivir, Nantes, cuya industria se convirtió en espacios culturales,
y Rennes, dinámica capital de Bretaña.
Situada en el corazón del
Valle del Loira, incluida en el patrimonio mundial de la UNESCO, Angers, es
famosa por su calidad de vida y su rico patrimonio. Ciudad de arte y de
historia, dotada de espléndidos jardines y ampliamente comprometida en el
desarrollo sostenible, Angers es también la base ideal para visitar los
castillos y los viñedos del Valle del Loira y para el turismo fluvial.
Nantes, la ciudad
preferida de los franceses invita a descubrir sus últimas proezas: un castillo
transformado, un elefante gigante, un recorrido artístico de 60 Km. a lo largo
de las orillas del Loira… Rennes, capital de la región de Bretaña, ofrece la
riqueza de sus 2.000 años de historia y de su patrimonio preservado y
restaurado y muestra plenamente su modernidad a través de sus últimas
realizaciones: los Champs Libres, la Alineación del siglo XXI.
Bretaña, adentrándose en
el Atlántico como un desafío, es un país envuelto en leyendas saladas. Los
menhires y dólmenes que aparecen a cada paso, los palacios y castillos nos
hablan de su rico pasado y confirman que en este lugar real se ha vivido mucho
tiempo de lo fantástico, lo místico, lo imposible, lo irreal.
Bretaña ha sido modulada
lejos de las grandes corrientes culturales, pero en el centro de las corrientes
naturales. Así ha podido conservar su identidad celta y, a la vez, abrirse a
otras dimensiones. A merced de los caprichos del clima y la historia, los
bretones comparten una lengua verde que estimula la complicidad, los vincula al
territorio y les confiere un carácter y una forma de entender la vida
especiales. ¡Toda una originalidad que hay que saber disfrutar con alegría y
sin complejos!
Otoño en la Bretaña
Cualquier momento es bueno para recorrer esta región, pero tal vez el otoño ofrezca experiencias diferentes, lejos de aglomeraciones turísticas y un clima suave y soleado. El otoño con su dosis de calma y serenidad es un buen momento para disfrutar el magnífico espectáculo del Golfo de Morbihan, una las mejores bahías del mundo con sus 42 islas de paisajes encantadores.
Si te va la aventura y te apetece sentir la libertad, la velocidad, el viento, el yodo, opta por el carro de vela, con el que se puede correr a la velocidad del rayo por las grandes playas de arena con vistas a las bahías bretonas más bonitas. Claro que si buscas algo más tranquilo, un paseo por las orillas del río Rance es un recorrido bucólico salpicado de ciudades de arte y pueblos encantadores como Léhon, Dinan o Dinard.
Otoño es también la época de la recolección de la manzana, lo que significa que es tiempo de elaborar la famosa sidra bretona. La reina de los campos frutales también se declina en esta época hasta el infinito en las recetas de la cocina bretona, la manzana aparece en “todas las salsas” cruda o cocinada, en compota, en una crepe flameada, en los kouing-amann, acompañando la andouille de Guéméne…
En otoño la migración es un espectáculo en la isla de Ouessant, una de las mejores zonas de Francia para la observación ornitológica otoñal. Es excepcional el número de aves procedentes de Siberia y otras especies exóticas que se detienen aquí. Y, hablando de islas, a diez minutos en barco desde la punta de Arcouest, Bréhat seduce por su microclima, un atractivo turístico importante fuera de temporada. Está prohibida la circulación de coches por la isla, lo que la convierte en un auténtico paraíso para paseantes y ciclistas. El cambio de ritmo y el relax es soberbio y para sentirlo no hay más que pasearse por sus caminos de vegetación mediterránea y por las callejuelas de sus pueblos.
Cuando el otoño muestra sus primeros tonos lánguidos, hay que salir a pasear a Brocelandia, bordeando sus estanques y recogiendo de camino setas y castañas. Con un poco de suerte saldrán al paso las hadas, los dragones y los korrigans. Pero si se prefiere el contacto con el mar, nada como hacer la ruta de los faros. De Brest al País de los Abers, veintitrés colosos solitarios se enfrentan a los elementos y jalonan este recorrido legendario. El faro de Saint Mathieu se yergue entre las ruinas de su abadía; el Créac’h con su pijama a rayas blancas y negras; el Stiff, el Horno, el Piedras Negras… Hay que arrastrar por la belleza de estas construcciones con nombres míticos y por esos parajes fabulosos barridos por los vientos y castigados por el mar.
Tomado de Kuviajes
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