Más
que la identidad religiosa, marcada en el código genético de este pueblo,
habría que acudir al sentimiento de nación para entender esta celebración. Fiel
a los recurrentes retratos de Joyce, el irlandés se muestra a menudo con un
barniz conformista ante el día a día, como si el incierto futuro en el que
permanentemente ha vivido el país hubiese calado en el ánimo colectivo desde
los tiempos de la revolución industrial.
Así
nos encontramos Dublín cualquier día del año. Sus calles llenas de fachadas de
ladrillo esconden rincones ya vividos en las odiseas de otros; en cualquier
esquina podremos cruzarnos con recuerdos de su abrumador pasado literario.
Y
sólo cuando llega la tarde de cualquier día del año, los rostros endurecidos de
los dublineses se van llenando de miradas esperanzadas probablemente al mismo
ritmo en que en los pubs se vacían los barriles de cerveza a través de sus
grifos permanentemente abiertos.
Pero
esto no ocurre en San Patricio. La mañana del 17 de marzo, como si de una
transformación natural se tratase, las mismas caras que quizá estuvieron
taciturnas el día anterior reflejan ese día un orgullo hondo y honesto vestido
con un humilde trébol -de tres hojas, claro- que colgará -más que lucir- de sus
solapas pero que reflejará perfectamente su adhesión a un sentimiento
colectivo.
De
este modo los dublineses, como hará cada irlandés en cualquier ciudad del mundo
probablemente, se echarán a la calle a celebrar colectivamente la fiesta
nacional. No es en Dublín, curiosamente, donde mayor concentración de sombreros
verdes podrá uno encontrar.
La
emigración, única salida del laberinto para este pueblo desde hace demasiados
años, ha creado grandes comunidades en diversos países del mundo, por lo que la
celebración en ciudades como New York o Savannah (Georgia) supera en número a
la de la capital de la isla.
Sin
embargo yo, que no conozco aquéllas, no creo que se pueda superar el ambiente
que aquí encontraremos en el desfile de la mañana de San Patricio.
Todos
-absolutamente todos- los niños, padres, madres, abuelos y visitantes se echan
a la calle conformando una inmensa marea verde, vestidos con los colores
nacionales y se agolpan junto a las vallas que separan las carrozas de la
multitud.
Ni
la lluvia, que el año pasado apareció amenazante durante quince minutos,
consiguió que una sola persona se separase de su posición (ni siquiera que
abriese un paraguas).
Las
horas de desfile ininterrumpido no hacen mella en los niños ni en los adultos,
que celebran con una risa o moviendo la bandera nacional un guiño de
complicidad de cualquiera de los múltiples personajes que recorren la caravana,
o escuchan con respeto los himnos celtas que las gaitas intercalan entre las
carrozas.
Ya por la tarde, tras un almuerzo improvisado
no se sabe dónde, aparecen nuevamente llenas las calles, primero por chavales
quizá demasiado jóvenes para los excesos de ese día y luego, al anochecer, por
los adultos que se agolpan alrededor de los grifos de cerveza y las botellas de
whisky (irlandés, claro) mientras grupos de música tocan incansablemente en los
locales pero también en las calles, donde turistas y locales bailan
descontroladamente alrededor de ellos.
Al
día siguiente, con el mismo aspecto taciturno de siempre, los dublineses
volverán a ir a la fábrica, al parque o a la carnicería; pasarán ante la
estatua de Molly Bloom o la de Oscar Wilde con la misma naturalidad de siempre
pero sin levantar la mirada, pues alguien ya habrá quitado el sombrero verde al
escritor, y continuarán con su monotonía aparente hasta que vuelva a llegar
otro san Patricio o, quizá, hasta que su equipo se enfrente a los ingleses -o
los escoceses- con un balón ovalado de por medio.
Ese
día volverán a enseñarnos, fugazmente, el orgullo que llevan tatuado en su
interior.
GUÍA
PRÁCTICA
Cómo
llegar.
Dublín,
y en general Irlanda, está muy bien comunicada por vía aérea. Desde España
vuelan las compañías Iberia, Ryanair y Air Lingus.
En
la web del St Patrick’s Day hay información detallada sobre los medios de
transporte que enlazan el aeropuerto con la ciudad, y sobre cómo moverse en
ella.Dónde dormir.
Dublín
dispone de algunos alojamientos céntricos y muchos a una distancia razonable de
las vías principales. Entre ellos el Overnight Burlington Hotel, en Upper
Leeson Street Dublin 4, a quince minutos caminando del centro. En la web de
Turismo de Irlanda se pueden encontrar todas las opciones.
Dónde
comer.
La
oferta gastronómica es bastante variada y para todos los bolsillos. Se basa,
fundamentalmente, en la carne. En la zona vieja puede comer un bufet
internacional en el Silk Road Café de la Chester Beatty Library, en el castillo
de Dublín, y en el centro de la ciudad una muy buena opción es el Powerscourt
Town Centre, con varios bares y música en vivo.
Si
el presupuesto es más holgado, son recomendables el Cellar Restaurant/Bar de
The Merrion Hotel, en Upper Merrion Street, o el Bear grill restaurant en el 35
de South William Street, un moderno bistró especializado en carnes.
Si
se va a hacer una visita a la fábrica de cerveza Guinness una buena idea es
comer en su dignísimo restaurante.
Dónde
tomar una Guinness (o lo que surja).
Nada
más fácil que encontrar un pub donde tomar una Guinness o una copa en el centro
de Dublín. El barrio de Temple Bar, en la orilla sur del río Liffey, es sin
duda la referencia nocturna.
Durante
el día se puede tomar en cualquier barrio o calle. Nos gustó especialmente The
Secret Bar, el bar sin nombre del Kelly’s Hotel, en el 35-37 de South Great
(Georges Street), con acceso desde el hotel o desde la esquina de 3 Fade
Street.
La
famosa Guinness, una cerveza negra, aunque si te fijas bien es color rojo rubí
oscuro, tirada con arte y paciencia, de sabor tostado y ligeramente amargo,
cuenta con un museo ubicado en la calle St James de Dublín, cerca del centro,
en el edificio que en su día fue la planta de fermentación y que ahora alberga
el Guinness Store House.
Texto y fotos: Manuel Bustabad Alonso.
Más
información turística:
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También
en las oficinas de Viajes Altamira
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