La llaman la ‘ciudad roja', pero en realidad es de un color asalmonado, más bien tirando a rosa. Toda ella, como la arcilla del paisaje que la rodea. A punto de aterrizar, el suelo desértico aparece sembrado de casitas sencillas. Cubierta aterrazada, planta cuadrangular con patio interior en el que siempre asoma el verde de un naranjo... Perfecta geometría de pequeños cultivos y aldeas rodean a la gran ciudad. De pronto, Marrakech aparece en el horizonte, inmensa.
A pesar de tener algo más de un millón de habitantes, los
edificios no son altos. Ninguno más que la Koutoubia, el minarete de la
mezquita principal, que sirve de orientación desde cualquier punto.
En Marrakech, el calor del verano quema los párpados;
muchos taxistas timan indefectiblemente al viajero; ser mujer supone bajar de
repente un peldaño, y la verdadera libertad aún ha de conseguirse. Sin embargo,
nada hay capaz de empañar el embrujo de la vida que chorrea, que empapa sus
calles, sus plazas.
Su Plaza.
Jemaa El Fna es un gigantesco corazón, el alma abigarrada
de Marrakech. A ella acuden, a todas horas, lugareños y extraños en busca de su
magia. A medida que el sol dibuja su trayectoria, los colores varían del rojo ocre
al dorado, el movimiento se intensifica.
Hasta que, al caer la noche, la plaza se ilumina con mil
y una luces y comienza el espectáculo. En este cambiar constantemente
armonioso, dos cosas al menos permanecen: los puestos de naranjas y la
sensación de la vida hirviendo en estado puro.
Movimiento de personas en todas direcciones, entre
puestos de mercancías imposibles. Vendedores de fruta que ofrecen
insistentemente sus zumos. Monos de carita linda peleándose, encadenados por el
cuello, a la espera de posar en el hombro de algún visitante. Mujeres que
muestran pequeños catálogos con tatuajes de henna.
En medio del bullicio, sobre una alfombra sucia, algunos
hombres sabios se reúnen en torno a la tetera. Decenas de niños ruidosos se
cruzan sin orden con ciclomotores, carritos tirados por burros y peatones
apresurados. Curanderos, artistas, brujos, lectores. Dulces de miel y almendra.
Bisutería. Cestos de mimbre. La música embriaga.
A los lados de la plaza, telas de colores calientes,
babuchas perfectamente alineadas y un intenso olor a especias, señalan la
entrada al zoco de la Medina. Un entramado de callejas serpenteantes sorprenden
a cada momento. Todas las artesanías imaginables tienen cabida aquí.
Conviene resistirse un poco, a fin de no arruinarse el
primer día. El obligado regateo puede parecer difícil al principio, pero
enseguida se convierte en placer. Los mercaderes son amables y su palabra es
sagrada. A última hora del día, el cansancio suele rebajar considerablemente el
precio.
Del zoco de Marrakech es imposible salir con las manos
vacías. Las bolsas son negras, incómodas de llevar, de un plástico poco
resistente que los vendedores atan con fruición. En ellas se esconden las más
delicadas mercancías.
Aquí, todas las cosas importantes y bellas permanecen
ocultas al exterior. Detrás de cualquier puerta vieja, un espacio
primorosamente proyectado; en absoluto contraste, el silencio de los patios,
sólo roto por el sonido del agua. Bajo las ropas anodinas y los velos, la
sensual piel morena perfumada de aceites.
Por supuesto, la ciudad es mucho más. El barrio del
Guéliz, de diseño occidental, ordenado al gusto de los franceses colonizadores,
o la zona de la Universidad, muestran una cara más actual. En las zonas nuevas
se encuentran tiendas de precio fijo, hoteles con piscina, y locales de copas
de diseño similar al de cualquier ciudad europea. Pero no varía el tráfico
variopinto, el mismo color en todas las fachadas y el olor del té en cualquier
terraza.
Para hacerse una idea de conjunto, nada mejor que
alquilar una calesa y seguir el trazado de las murallas con el sonido de los
cascos golpeando la calle. Los palacios muestran su refinamiento entre paredes
terrosas, y ofrecen al viajero sombra fresca entre paredes decoradas.
Si se busca delicadeza, hay que dejarse seducir por la
gastronomía local. Verduras, frutas, carnes, harinas, conjugadas sabiamente con
multitud de especias, consiguen platos tan sabrosos y variados como los cuscus,
o los tajines. Pero, sin duda, la estrella es la pastilla: un fino hojaldre
relleno de carne de pichón, al que aderezan almendras, huevo, azúcar y canela.
Una auténtica delicia.
Más modesta, pero no menos deliciosa, la harira, sopa
espesa que se toma acompañada con dátiles al comenzar la cena del Ramadán, y
que puede encontrarse en Jemaa El Fna por 25 dirhams, poco más de 20 céntimos
de euro. Es precisamente éste el mejor lugar para cenar. Los impecables puestos
de comida muestran montoncitos de colores que abren inevitablemente el apetito.
Sin embargo, por toda la ciudad hay otros muchos lugares
apetecibles que descubrir. Como en cualquier viaje, conviene utilizar el
sentido común y mantener las precauciones básicas con alimentos, bebidas o
costumbres locales.
Agua embotellada, zumo de naranja y té a la menta -de
relajante ritual- son las bebidas más aconsejables, teniendo en cuenta que el
alcohol se encuentra limitado a establecimientos turísticos en Marruecos.
Es importante negociar con antelación el precio de los
taxis, y está prohibido fotografiar edificios oficiales. Poco más. Cualquier
duda desaparecerá gracias a la extraordinaria cordialidad de sus ciudadanos.
¿Qué llevar? Un par de calcetines por si surge la
oportunidad de visitar alguna casa o mezquita. Provisión de tabaco, ya que allí
el precio es desorbitado. Algún bolígrafo para regalar -son apreciados como
detalle amable por los comerciantes- y, lo más importante: una enorme maleta
vacía para traer las compras.
Pero, sobre todo, conviene dejarse llevar por los
sentidos. Marrakech embriaga, seduce, enamora, y atrapa de tal modo que, nada
más alejarnos, estaremos ya pensando en volver.
Texto: Ana
Bustabad Alonso. Fotografía: Federico Ruiz de Andrés
Agradecimientos: Moroccan Travel Market - Oficina
Nacional de Turismo de Marruecos. Tomado de Expresso
Viaje en el Puente de la Constitución <ver>
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