Hoy
no es posible ver semejantes prodigios pero los occidentales siguen quedándose
mudos de admiración y sorpresa al contemplar el despliegue de colores de las
ciudades hindúes y el desfile de personajes inimaginables que se asoma en sus
bulliciosas calles: encantadores de serpientes, hermosas mujeres enjoyadas de
los pies a la cabeza, domadores de elefantes, sacerdotes del sol, monjes
jainistas completamente desnudos (“vestidos de cielo”, dicen ellos), monos,
camellos, mendigos con terribles mutilaciones, conductores de ricksaws casi
suicidas…
India
no es un país fácil, ni inocente. Algunos ni siquiera le calificarían de bello
según los criterios estéticos que dominan las descripciones turísticas
convencionales, pero es posiblemente la mayor experiencia viajera del mundo.
La
India no es un país para amantes de pacíficos itinerarios artísticos o de unas
vacaciones relajadas en paraísos de postal. Es una experiencia intensa que
interroga continuamente al viajero, que no deja opción a la indiferencia, que
le deja exhausto, le apasiona y le atrapa finalmente en el dramatismo
desbordante de sus ciudades y en el desapego de lo material que se adivina en
sus paisajes y en sus gentes.
Desde
la antigüedad los viajeros de todo el mundo se han sentido atraídos por el
misterio de este enorme subcontinente en el que hoy habitan más de 1.200
millones de personas y conviven las cinco grandes religiones del mundo. Sus 23
estados federados ofrecen tal diversidad de paisajes, de climas, de relieves,
de culturas, de religiones y de formas de comer, vestir, vivir y sentir, que
resulta imposible una completa descripción del país. Por eso también permite
mil y una lecturas y un sinfín de visitas sin defraudar nunca al viajero. Las
rutas turísticas más clásicas proponen recorridos básicos para abrir boca en
los que suelen incluir el triángulo de oro del norte (Delhi-Agra-Jaipur).
Para
un primer contacto suele ser suficiente, aunque casi todo el que prueba la
magia de la India desea volver.
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